Golpe de estado
Si digo que Golpe de estado no se aparta demasiado del género que hizo famosos a los Dowdle es porque no hay mucha diferencia entre los insurgentes tailandeses de esta película y los Fantasmas de Marte (Ghosts of Mars, 2001) de John Carpenter o los infectados de 28 semanas después (28 Weeks Later, Juan Carlos Fresnadillo, 2007), por poner dos ejemplos con los que la cinta también comparte estructura. Podrían compararse también con los indios de muchas cintas del oeste, pero el salvajismo que emplean y la manera en la que son retratados por el director colocan a los protagonistas (y, por extensión, a los espectadores) casi en una película de terror, asediados por una turba de asesinos despiadados a los que sólo la muerte puede detener. No cabe duda de que representar a los nativos como una masa desquiciada y terrorista posee algo de racismo implícito, por mucho que se les intente justificar durante una conversación mantenida entre Jack y Hammond en uno de los escasos pasajes tranquilos de la cinta. Pero es evidente que el comentario político es una mera excusa en un guion que bebe también de los actioners de la Cannon y otras productoras menos emblemáticas, pudiendo servir de acompañamiento perfecto a una hipotética sesión doble con Invasión USA (Invasion U.S.A., Joseph Zito, 1985). Sin embargo, Owen Wilson no es Chuck Norris, por mucho que también intentara convertirse en héroe de acción en la simpática Tras la línea enemiga (Behind Enemy Lines, John Moore, 2001). Y los Dowdle son lo suficientemente inteligentes como para no intentar convertir esto en una macho movie con un Wilson hipermusculado y armado hasta los dientes. Al contrario, mantienen la figura del protagonista dentro de los márgenes del tipo corriente que sólo quiere proteger a su familia, pero al que le faltan los recursos necesarios para enfrentarse por sí solo a unos guerrilleros que le superan tanto en número como en habilidades aniquiladoras. El personaje de Brosnan es quien ejerce de salvador en varios momentos, aunque a la hora de la verdad lo que mantiene vivos a los turistas americanos es su capacidad para seguir unidos como familia, sin importar a qué tengan que enfrentarse. Así que, como ven, Golpe de estado puede considerarse una película retrógrada y xenófoba, pero no mucho más que cualquier obra de acción de los 80 con la que hayan podido disfrutar en más de una ocasión, sin plantearse este tipo de cuestiones sociales.
Al fin y al cabo, aquí lo que importa es el dinamismo, la acumulación de tensión, la liberación en forma de explosión de violencia, el suspense y, sobre todo, la acción. En ese sentido, pocas pegas se le pueden poner a una película trepidante, espectacular (a pesar de un presupuesto ajustado de cinco millones de dólares) y electrizante que hace sudar al espectador y obliga a contener el aliento en más de una ocasión. Vean por ejemplo la secuencia de la azotea del hotel, con la aparición del helicóptero y la posterior huida de la familia Dwyer a través de los tejados. Llegamos hasta esa situación después del primer estallido de violencia de la película y, justo cuando parece que hemos encontrado un pequeño remanso de paz, sin que aún hayamos sido capaces de relajarnos, somos arrojados de nuevo a una situación de peligro aun mayor de la que los personajes sólo pueden escapar de una manera que, en frío, desafía cualquier lógica y sería rechazada por cualquier persona con dos dedos de frente (arrojar a tus propias hijas de una azotea a otra, como si fueran bultos de equipaje), pero que dentro del contexto de la secuencia tiene sentido. Y esa es la dinámica que sigue el film durante sus 100 minutos de duración: cuando menos lo esperamos, hay un tanque disparando proyectiles hacia el edificio donde se esconden los héroes, poco después tienen que huir en moto y algo más tarde han de sobrevivir al asedio de un francotirador. No hay descanso en Golpe de estado y, cuando termina la película, uno acaba con sudor en las manos y una sonrisa de alivio y satisfacción. Es una experiencia intensa y cafre, con la misma sutileza que una patada en los testículos, una celebración de la cinética tan políticamente incorrecta como jovialmente satisfactoria. Y ante todo esto no hay que oponer resistencia alguna.
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